Maggie, con su eterna sonrisa y con un buen trozo de tarta servido en un plato de plástico, cruzó la cafetería y se dirigió hacia el discreto despacho que yacía al fondo de ese pasillo estrecho y lúgubre que tan nerviosa le ponía siempre. Se retocó un poco el flequillo, llamó a la puerta y entró.
- Buenos días, siento interrumpir. Traigo algo de tarta. La he hecho por el cumpleaños de Julia.
- Cariño, ¿no le vas a decir nada? Estábamos teniendo una conversación privada ¡y nos ha interrumpido!
- Ha llamado a la puerta, no empieces.
- ¿Cómo que no empiece? ¿Me estoy inventando algo, acaso?
- No, mujer pero…
- ¿Entonces como te atreves a decirme que no empiece? ¿Tan cansado estás de mí que no me permites recibir un mínimo respeto por parte de tus empleados?
-Señores González, por favor, un momento de tregua. Dejen pasar a la pobre camarera, la pobre está esperando con la puerta abierta. Se va a enterar de esto todo el personal. Es más, que entre y se lleve al niño. Insisto una vez más en que este no es un lugar apropiado para él.
- ¡No! ¡Yo quiero a mi mamá!
- Y tu mamá te quiere mucho pequeñín, pero no puedes quedarte aquí.
- ¡Yo quiero aquí! ¡Señor malo!
- Déjelo anda, si no se entera de nada.
- ¿Estás llamando tonto a tu hijo? ¿Pero qué clase de padre eres? Dios, ¿Por qué coño me casaría contigo?
- ¡Has dicho una palabrota! ¡Coño! ¡Coñoooo!
- ¿Lo ven? Dejen que se lo lleve, hagan el favor…
- ¡Y dale! ¡Que no! Además, ahora está la mar de tranquilo jugando con su Rudolf, como los separen tendrá una pataleta y de las gordas.
- ¡Guau!
- ¿Verdad que sí, Rudolf, mi amor? En fin, sigamos con este alud de daño para con mi persona.
- ¿Daño para con tu persona? ¿Pero cómo tienes los santos cojones de decir eso? ¡Me pusiste los cuernos!
- Agh, qué cerrado de mente eres, de verdad.
- Por favor, señores, basta. Insisto en que dejen entrar a la camarera y cierren la puerta: su negocio se está enterando de todo, señor.
- Está bien, está bien. Pasa, Maggie, por favor.
Maggie asintió y depositó el plato de plástico sobre el armario de metal que descansaba justo al lado de la puerta. Sonrió y le dio los buenos días al señor González, para después retroceder y cerrar la puerta tras de sí, dejando al triste directivo latinoamericano totalmente solo, en su discreto despacho.
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